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Elaborada por el Colectivo Marambio.

En los últimos días el gobierno que en numerosas notas denominamos nacional y popular y del que nos sentimos parte con intensidad al principio de la gestión y con cada vez menos entusiasmo mientras la misma avanzaba, ha superado un límite. La represión de la comunidad mapuche en Villa Mascardi marca un punto de difícil retorno al que se suma la violencia sin límites de la bonaerense en el estadio de Gimnasia y Esgrima de La Plata en oportunidad de su partido contra Boca –que dejó el saldo lamentable de un muerto solo por milagro-. Son hechos diferentes con responsables diferentes: uno podría haber sido diseñado y ejecutado por Patricia Bullrich –macrismo explícito-, el otro parece deberse a una interna policial con derivaciones en dirección a perjudicar a Axel –quien de todos modos debe hacerse cargo de mantener como ministro a Berni y como jefe de la fuerza a un comisario nombrado por Vidal-. No los votamos para esto, el contrato electoral está definitivamente roto y no nos queda por defender ni las políticas de generación de derechos para las minorías. Esperamos y vamos a militar para que los sectores internos del Frente de Todos que repudiaron lo acontecido –que son muchos-, se transformen en hegemónicos dentro de la coalición y expulsen al rincón de los trastos olvidados a los responsables políticos de éstas acciones. Que lo que la ultraderecha pregona sea ejecutado por nuestro espacio es terrible: la democracia cruje.

La democracia cruje: en Argentina, en la región, en el mundo. Puede que estemos acercándonos a un punto de inflexión cuya deriva posterior es una incógnita. La derecha se recuesta hacia la ultraderecha y parece cómoda en el pasaje. En la vieja Europa las ultraderechas de tinte neofascista avanzan ya no solo en países del este que formaban parte del campo socialista como Polonia o Hungría, sino también en bastiones de la democracia liberal hegemónica a finales del siglo XX, como Suecia (si, la Suecia de Olof Palme) o Italia y disputan seriamente el poder en Francia o España.

En nuestra América Latina la ultraderecha es una fuerza política viva y activa que disputó con la izquierda y el progresismo la presidencia de Perú, Chile y Colombia y gobierna en Brasil. Y que gobernó nuestro país del 2015 al 2019: Juntos por el Cambio es la verdadera ultraderecha vernácula de la cual expresiones marginales aunque peligrosas como las encabezadas por Milei o Espert no son más que satélites –orbitan elípticamente alrededor del macrismo, a veces más cerca, a veces más lejos, pero siempre atrapadas por la fuerza gravitatoria de la formación hegemónica del espacio de la reacción-.

Mientras tanto se desarrolla una guerra que enfrenta a la OTAN, claramente hegemonizada por los Estados Unidos -en la que las potencias europeas juegan un papel subordinado y seguidista de las directivas de Washington-, con la Rusia de Putin que no representa un modelo de construcción política que pueda servir de guía a procesos populares en desarrollo en la periferia del mundo, pero al menos plantea un contrapeso al poder hegemónico estadounidense. El desarrollo y los realineamientos desencadenados a partir del inicio del conflicto ponen sobre la mesa la necesidad de avanzar hacia un mundo multipolar evitando que se formalicen dos bloques que extremen la agresividad y el intervencionismo de los americanos en lo que consideran su patio trasero, haciéndonos recordar los peores momentos de la guerra fría y sin que uno de los bloques se plantee como alternativa posible al capitalismo neoliberal imperante.

Se fortalecen a nivel global formaciones políticas reaccionarias, supremacistas y patriarcales, que pivotan en el odio al diferente por su color de piel, su país de origen o su religión, a las minorías por sus elecciones sexuales, al feminismo por su lucha por la igualdad de género, a los expulsados del sistema capitalista, a lo desocupados, a los habitantes de las periferias pobres urbanas, a los trabajadores sindicalizados y a las izquierdas políticas por hacer eje en la defensa de todo lo que ellos atacan y estigmatizan. Cuando formaciones neoliberales tradicionales son gobierno, el voto popular les plantea un inconveniente difícil resolver en términos del contrato democrático tradicional: la aplicación de sus políticas genera un ejército de excluidos, que al votar determina resultados electorales que muchas veces le son esquivos y que como mínimo plantean alternancia en el ejercicio del poder. El inconveniente es que si el progresismo, centro-izquierda, izquierda o populismo no implementa acciones que reviertan la concentración económica, la distribución regresiva del ingreso y el sometimiento de los más humildes a los poderosos (personas, instituciones, países y/o continentes), impera la desilusión, impotencia y frustración generándose un caldo de cultivo apto para el crecimiento de engendros políticos de ultraderecha, autoritarios extremos en lo político social y neoliberales en lo económico. Estos engendros parecen estar encontrándole una respuesta de coyuntura al problema electoral del neoliberalismo: haciendo eje en las respuestas insuficientes del sistema democrático a las necesidades de los sectores populares, consiguen que su discurso antipolítico y de odio penetre en importantes franjas de la población que pasan a constituir una base social y electoral masiva, lo que les permite disputar e incluso ganar elecciones. Sin embargo desprecian el mismo voto popular que hoy la legitima, la política como herramienta de transformación, la participación popular como mecanismo de expresión y decisión y la convivencia democrática como espacio de resolución de controversias y disputas hegemónicas. Están dispuestos a utilizar la violencia como mecanismo de resolución de las contradicciones, resolviendo disputas a sangre y fuego si los falsos consensos generados por medios hegemónicos, fake-news y jueces del lawfare no alcanzan para anular la resistencia popular. La conclusión sería que la aceptación por parte de la ultraderecha de instrumentos democráticos como el voto popular, va a ser efímera y sus planteos y acciones evolucionarán hacia niveles superiores de autoritarismo y represión.

La pelea por ponerle freno al avance de la ultraderecha en la Patria Grande tiene un round estratégico en las elecciones de Brasil: una victoria de Lula generaría mejores condiciones para la aplicación de políticas transformadoras en el continente, profundizando el proceso de integración regional procurando encontrar respuestas comunes a problemas estratégicos que terminan atentando contra la continuidad de los procesos de cambio favorables a los sectores populares (dependencia del dólar y restricción externa, inserción en la economía global desde posiciones de debilidad subordinados a las grandes potencias y jugando el rol secundario de ser proveedores de productos primarios sin agregado de valor, integración de procesos productivos de los diferentes países del continente para potenciar el desarrollo industrial regional y la capacidad exportadora aprovechando la abundancia de materias primas que el mundo requiere hoy y va a requerir con mayor intensidad en los próximos años).

En la semana previa al bestial intento de asesinato de Cristina, la torpeza basada en la impunidad sin límites con la que se maneja el partido judicial -corporizada en el teatral alegato del fiscal Luciani-, posibilitó que ganáramos la calle en defensa de la que sigue siendo la más importante figura política argentina. El intento de condena y proscripción del peronismo determinó la reacción popular y la superación, al menos momentánea, de los enfrentamientos internos en el Frente de Todos. La expresión del pueblo en las calles determinó reacciones destempladas de la derecha como la colocación de las vallas cercando la casa de Cristina –que no pudieron sostener-, la represión de la militancia movilizada -con particular saña se atacó a algunos dirigentes del espacio- y como corolario el atentado. Discurso de odio en los medios y las redes, discurso de odio de las figuras más representativas de Juntos por el Cambio, violencia represiva con vallas, hidrantes y palos de la Policía de la Ciudad y violencia asesina de varios energúmenos gatillando dos veces a centímetros de la cara de la vicepresidenta, son parte del mismo fenómeno y provienen posiblemente de la misma usina intelectual. Con posterioridad al atentado algunos ingenuamente pensamos que podía plantearse una tregua reflexiva al haberse superado un límite que, de haber sido exitosa la acción, hubiera abierto un devenir de consecuencias no previsibles. Sin embargo durante los últimos días asistimos a la reivindicación de “liderazgos” que se puedan hacer cargo de muertos en las calles, a la propuesta de meterle bala a los gremios que osen disputar una parte de la renta de los grandes grupos económicos, a la utilización de la policía de la ciudad para amedrentar a los estudiantes secundarios que pelean por mejorar viandas y porque las prácticas profesionales no sean trabajo esclavo de baja calificación y a la utilización de la justicia porteña para presionar a los padres de los estudiantes con demandas civiles y penales como adultos responsables. Dicen que como muestra alcanza un botón, la ultraderecha nos tira por la cabeza la mercería entera.

Nos queda como consuelo la reacción popular: las movilizaciones en defensa de Cristina previas al atentado y la impresionante movilización a Plaza de Mayo el viernes 2 de setiembre -comparable en magnitud y combatividad con las mejores jornadas de lucha del peronismo-, muestran una actitud a potenciar y un espacio de refugio desde el cual desarrollar un proceso de resistencia popular hacia la necesaria radicalización de las políticas del espacio nacional y popular.

Lo que es una verdad innegable es que nadie va a llegar en el 2023 al cuarto oscuro engañado sobre el contenido del programa de gobierno de la derecha, lo que intentaron hacer en cuatro años desde 2015 al 2019 procurarán implementarlo en quince días: congelamientos salariales, de jubilaciones y de moratorias jubilatorias, eliminación de paritarias, recorte de planes sociales y beneficios universales, privatización del ANSES y jubilaciones con resurgimiento de las AFJP, privatización de YPF y Aerolíneas, entrega de Vaca Muerta y el litio a multinacionales energéticas y mineras. Para los millones que éste programa de gobierno va a perjudicar: palo en el mejor de los casos, bala cuando los palos no alcancen.

El problema es que va a proponer el peronismo, el espacio nacional y popular. Que Massa sea el ministro de economía del Frente de Todos y destine el porcentaje más importante de sus esfuerzos a “ordenar” la macroeconomía aprovechando aceitadas relaciones con parte del círculo rojo –que incluso lo prefieren a Macri y otros posibles candidatos de Juntos por el Cambio- y con sectores de poder de los Estados Unidos -incluyendo parte de la derecha republicana-, hasta podría ser aceptado como solución de compromiso temporal adoptada para alejarnos del abismo de la hiperinflación (bueno es señalar que uno de los ejes para alcanzar el mentado “orden macroeconómico” es ponerle un freno a la inflación, que cada vez actúa más como un impuesto a los pobres que permite transferir riqueza en forma directa de los que menos tienen a los grandes monopolios. Es precisamente en el control de la inflación donde no se ve la luz al final del túnel). Sin embargo para hacer neoliberalismo están los neoliberales: si el peronismo no plantea una política de transferencia de recursos a los sectores populares y no comienza a ejecutarla antes del fin del mandato de Alberto Fernández, muy difícilmente pueda ser competitivo en el 2023. Y, lo que es peor, junto a la derrota electoral se va a desmoronar el principal dique de contención -por doctrina, historia, gestión, capacidad militante para la resistencia y la ofensiva- que puede ponerle un freno al avance de la ultraderecha neoliberal.