Imprimir
Visto: 28

 Nos obsesiona el cuerpo, ignoramos la mente. En tiempos de culto a la imagen, pensar se vuelve un acto radical.

Por Capitán Cianuro

 

Nos llaman gordos y corremos a inscribirnos en un gimnasio, a probar dietas milagrosas o a seguir el último reto de ayuno intermitente recomendado por un influencer que habla de “poder mental” mientras solo enseña sus abdominales en HD. Pero nos llaman ignorantes y no pasa nada. Nadie corre a la librería, nadie abre un ensayo, nadie cuestiona su propia pereza intelectual. Al contrario, solemos responder con un despectivo: “¿Y este quién se cree?”. El insulto al cuerpo duele; el insulto a la mente apenas molesta. Nuestro ego se infla o se derrumba más por un espejo que por una idea.

La sociedad ha logrado una hazaña tristísima: que importe más la silueta que la sinapsis. El perímetro de la cintura preocupa más que el de la reflexión. El cuerpo se volvió vitrina, escaparate, tarjeta de presentación. El pensamiento, ruina arqueológica. Y no es casualidad. Estamos sometidos al régimen de lo visible, lo cuantificable, lo compartible. En este reinado, la estética se comió a la ética, y los “likes” reemplazaron a los argumentos. El culto contemporáneo ya no se celebra en templos, sino en gimnasios, spas y cuentas de Instagram.

Imaginemos un poco: ¿qué haría Platón con un perfil en redes sociales?. Probablemente subiría stories desde su famosa caverna: “No te dejes engañar por las sombras. #ConóceteATiMismo”. Aristóteles sería funado por no ser inclusivo en su clasificación de las especies. Simone de Beauvoir recibiría cancelaciones diarias por parte de algún ejército de trolls. Y mientras tanto, un coach motivacional con pectorales definidos y sonrisa Colgate se convertiría en “referente filosófico” con frases recicladas del horóscopo.

Así se ha degradado la filosofía: de ser un ejercicio riguroso, incómodo y exigente, pasó a convertirse en frases estampadas en tazas de café o sobres de azúcar. El pensamiento se “empaqueta” para consumo rápido, sin complejidad, sin contradicciones, sin necesidad de esfuerzo. Es fast-food intelectual: fácil de digerir, olvidable en segundos, incapaz de nutrir.

Y lo más inquietante: nos parece normal. Hemos interiorizado que alguien atractivo, con buena luz y buen encuadre, es automáticamente alguien “sabio”. Mientras tanto, un pensador que incomoda, que cuestiona, que desmonta el sistema, es recibido con sospecha. El mercado nos convenció de que la profundidad es sospechosa, de que lo serio aburre, de que la crítica molesta.

El problema no se limita a lo personal. Es estructural. Es político. Porque un pueblo obsesionado con su imagen es un pueblo dócil. Es más sencillo odiar tus muslos que al sistema que te explota. La industria de la belleza factura millones vendiendo inseguridad; la del conocimiento sobrevive con bibliotecas vacías y editoriales en bancarrota. ¿Quién gana? Las élites económicas. ¿Quién pierde? Todos nosotros.

Y al servicio de esta tiranía opera el algoritmo: ese dictador invisible que decide qué vemos, qué pensamos, qué deseamos. El algoritmo premia lo breve, lo bonito, lo fácil. La selfie en bikini obtiene más alcance que cualquier reflexión política. Una frase atribuida falsamente a Buda consigue más “me gusta” que un ensayo real de filosofía oriental. La banalidad se viraliza; la profundidad se esconde en un sótano digital.

No es que la gente no pueda pensar. Es que el sistema no quiere que piense. La distracción infinita es más rentable que la lucidez.

El efecto en la política es devastador. Elegimos líderes no por sus ideas, sino por la blancura de su sonrisa, la rigidez de su abdomen o la fluidez de su TikTok. La política se transforma en reality show. El gobernante se mide por carisma y memes, no por proyectos de transformación. La educación pública se reduce, la inversión en cultura se recorta, pero nunca falta presupuesto para campañas publicitarias con buenos filtros.

Y así, el ciudadano promedio se acostumbra a votar como quien desliza en Tinder: por pura atracción superficial. La consecuencia: gobiernos huecos, discursos vacíos, promesas estéticas. El populismo digital es hijo directo de la tiranía de lo visible.

La falsa libertad

El sistema nos engaña haciéndonos creer que la libertad consiste en elegir entre yoga o HIIT, avena o quinoa, keto o paleo. “Eres libre”, dicen, mientras compras la última proteína en polvo. Pero la verdadera libertad, la que incomoda, consiste en decir “no” a esta dictadura de la apariencia. Y esa libertad no vende, no genera trending topics, no atrae sponsors.

Nos repiten hasta el cansancio: “Tu cuerpo es político”. Y lo es, claro. Pero lo que no se dice tanto es que la mente también lo es. Una mente crítica, despierta y autónoma es infinitamente más peligrosa para el poder que un cuerpo musculoso. Pero educar mentes libres no deja dividendos. Molesta.

Leer hoy es un acto revolucionario. Pensar con autonomía es una amenaza. Porque el sistema no necesita ciudadanos lúcidos, sino consumidores compulsivos. Necesita gente que sienta culpa por un rollito en el abdomen, no gente que cuestione por qué la riqueza está concentrada en unas pocas manos.

Nos convertimos en sedentarios mentales. Hacemos burpees y planchas, pero no nos exigimos un esfuerzo intelectual. Notamos cuando alguien engorda, pero no cuando alguien repite barbaridades políticas o difunde fake news. Ponemos lentes para vernos mejor, pero no para comprendernos más.

Y claro, mientras tanto las violencias estructurales siguen intactas. Las selfies no frenan el odio. Las abdominales no detienen los femicidios. Las dietas no derriban dictaduras. Pero el pensamiento sí podría. Si tan solo nos animáramos a cultivarlo.

Conclusión: hambre de ideas

No se trata de despreciar el cuerpo. Al contrario: se trata de reconciliarlo con la mente, de no sacrificar uno por el otro. El cuerpo es importante, pero no puede convertirse en tirano. Necesitamos recuperar el apetito por las ideas. Una verdadera dieta debería incluir menos “influencers” y más libros, menos stories y más historias, menos poses y más preguntas.

Quizás este texto no te haga adelgazar. No promete abdominales en 21 días ni glúteos de acero. Pero ojalá despierte hambre de ideas. Y si te ofende que alguien te llame gordo, debería ofenderte igual —o más— que alguien te llame ignorante. Si haces algo por lo primero, ¿por qué no haces nada por lo segundo?

Pensar es resistir. Pensar es cuidar también de tu libertad. Porque tarde o temprano, los músculos se caen, la piel se arruga y los filtros caducan. Pero una mente despierta, esa sí que no pasa de moda.