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Por Eduardo Avalos

Como consumidor de peliculas sobre zombies y para justificarlo ante la mirada de los otros, suelo decir que se puede realizar una lectura política y hasta sociológica de dichos filmes. En Land of the dead, Dennis Hopper encarna a la autoridad de una ciudad que a toda costa intenta mantener su estilo de vida manteniendo a raya, militares mediante, a hombres y mujeres de los suburbios que inevitablemente cayeron  víctimas de la plaga zombie. No resulta difícil imaginarse que esos hombres y mujeres fueron en algún momento la mano de obra que hacía funcionar toda la maquinaria social de una tierra cuyo recuerdo aparece cada vez menos nítido.

 

Los datos que llegan de aquellos países en los que parece haber pasado la peor parte del tsunami contradicen cierta idea que circuló acerca de que el nuevo virus no hacía diferencia de clases sociales. Es verdad que potencialmente todos somos vulnerables, pero sus efectos son mucho más devastadores en la población más humilde que en los sectores medios y altos. No solo en cantidad contagiados sino también en fallecimientos. Y es en esos barrios en los que vive buena parte de la mano de obra que colabora con la cotidiana dinámica acumulatoria del capital.

Frente a cualquier desastre natural u ocasionado por el hombre se suele decir que ponen en evidencia las desigualdades existentes. La pandemia que el mundo entero atraviesa no es la excepción, aunque quedarnos en eso aporta poco. Iniciada con el regreso de sectores medios y altos, los verdaderos globalizados, de sus viajes a Europa y Estados Unidos, sin pausa se fue esparciendo por las ciudades siguiendo un ritmo y una lógica que obedece a cuestiones sociales, demográficas y económicas. Pasado ese primer momento de pánico en las grandes ciudades finalmente el virus se instaló, siguiendo el mismo derrotero que en otros países, en los barrios vulnerables de CABA y conurbano. Y es justo en este momento que comienzan a aparecer voces, minoritarias aun, que plantean una mayor apertura de la cuarentena. Aún no lo dicen explícitamente, pero en su imaginario está la idea de “guetificar” los territorios en los que más circula el virus, erigiendo una suerte de fortificación de sus ciudadelas con la ilusión de seguir con su vida prepandemia. Detrás de ellos, sin embargo, están los verdaderos artífices de las ideas anticuarentena. Como dice Wainfeld el último domingo en Pagina/12 “La derecha real, el establishment, percibe una amenaza a sus privilegios, la perspectiva de que aminore la desigualdad. Embiste, de variadas maneras”. Es evidente, y la propia historia lo muestra, que no se puede esperar responsabilidad social de estos sectores, ni siquiera que puedan pensar en la sustentabilidad de sus propios intereses. No son más que los comportamientos atávicos que la derecha saca a relucir cada vez que real o imaginariamente se siente en peligro. En todo el mundo la derecha se opone a la cuarentena siguiendo sus particularidades históricas, no puede ser casual. Necesita que todo, aunque en modo farsa, siga funcionando bajo cierta “normalidad” para que no se quite el manto que oculte las bases sobre las que se monta el predominio del capitalismo neoliberal: Exclusión, racismo, desastre ambiental, predominio de lo financiero sobre lo productivo, explotación brutal, desamparo social, hambre, etc.

Filósofos, sociólogos y especialistas de todo color hablan de lo que podría el futuro post pandemia. Aunque sin certezas de nada y con las particularidades de cada caso es evidente e inevitable que el desastre global al que estamos sometidos será portador de cambios. Lo que está en disputa no es si habrá o no modificaciones en el modo de relacionarnos con la naturaleza y con otros hombres y mujeres. La lucha es desde cuándo y hasta donde  van a llegar esas modificaciones. La torre fortificada que separa a los ricos de los zombies empezó a tambalear.