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Por Capitán Cianuro

 

El primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, visitará la Argentina en los primeros días de septiembre. Así lo confirmó el diario La Nación, citando fuentes de la Casa Rosada que precisaron que la reunión entre Netanyahu y el presidente argentino, Javier Milei, se realizaría entre el 7 y el 10 de ese mes.

Una visita que, en cualquier contexto sano, debería generar escándalo, protestas, repudios masivos y cobertura crítica. Pero no. En la Argentina actual, donde se normaliza el delirio, se celebra lo inaceptable y se aplaude la sumisión, Netanyahu será recibido con honores. Con honores. Como si fuera un héroe y no un criminal.

 

Un genocida en gira diplomática

Benjamín Netanyahu no es un simple mandatario. Es un símbolo. Es la cara visible de un aparato de exterminio que ha institucionalizado la ocupación, que ha convertido a Palestina en una cárcel masiva, y que ha hecho del castigo colectivo su doctrina de Estado. Las cifras hablan por sí solas: miles de muertos en Gaza desde el inicio de los bombardeos más recientes, entre ellos un número aterrador de niños. Hospitales reducidos a escombros. Periodistas asesinados. Médicos ejecutados. Población civil atrapada en un asedio inhumano, sin agua, sin electricidad, sin alimentos, sin salida. Gaza es hoy un laboratorio del horror, y Netanyahu su principal arquitecto.

Su lugar no es una alfombra roja. Es una celda en La Haya, frente al Tribunal Penal Internacional. Pero la comunidad internacional, fiel a su doble moral, sigue recibiéndolo como si fuera un líder democrático más. Se hace la ciega ante los crímenes de guerra. Se lava las manos mientras el pueblo palestino es aniquilado a cámara lenta.

Que Javier Milei lo reciba como un aliado, como un ejemplo, como un “hermano espiritual”, no sorprende. Este presidente argentino ha convertido la política exterior en una ceremonia de adoración ciega a las potencias que lo fascinan. Y entre ellas, Israel ocupa un lugar especial. Pero no por una conexión real con el pueblo judío, ni por un compromiso con la historia, ni por un análisis geopolítico. No. Es otra cosa. Es fanatismo. Es un fetiche ideológico-religioso que lo lleva a proclamarse “el primer presidente judío” de Argentina, mientras sufre un ataque si alguien le menciona el Estado laico o la Constitución.

Milei no gobierna: actúa. Es un personaje de caricatura con ínfulas de mesías. Su devoción por Israel es tan forzada como ofensiva. Lleva kipá, se arrodilla en el Muro de los Lamentos, habla como si fuera parte del “pueblo elegido”, y todo mientras aplica un ajuste brutal sobre su propio país, entrega recursos, persigue trabajadores, y dinamita los pocos derechos que quedan.

Lo que ocurre en Gaza no admite grises. No es “un conflicto”. No es “una guerra”. Es un genocidio. Planificado, ejecutado y sostenido con total impunidad. No hay excusas, no hay contexto que lo justifique, no hay relato que lo maquille. Es limpieza étnica. Es apartheid. Es castigo colectivo.

Cada imagen que llega desde Gaza —cuando logran sortear el apagón informativo impuesto por Israel— es un grito. Niños mutilados. Familias enteras bajo los escombros. Ambulancias bombardeadas. Periodistas aseinados como es el caso  Anas al Sharif, uno de los rostros de la cobertura de la guerra, que había sido señalado directamente por el ejército israelí en varias ocasiones.

Recien de Naciones Unidas ya ha dicho que más de la mitad de la población está en riesgo de hambruna. ¿Cómo se llama eso, si no es genocidio?

La frase del ministro de Seguridad israelí, Itamar Ben Gvir —“Los niños de Gaza no son inocentes, son amenazas que deben ser eliminadas”— no generó sanciones ni repudio masivo. No. Fue ignorada. Tolerada. Absorbida con la misma naturalidad con la que se absorben hoy las matanzas en nombre de “la seguridad nacional”.

Las grandes potencias —Estados Unidos a la cabeza— siguen financiando la maquinaria de muerte. Siguen vendiendo armas, firmando acuerdos, blindando diplomáticamente al régimen israelí. La ONU se ha convertido en un decorado inútil. Incapaz de detener el genocidio, incapaz de sancionar, incapaz incluso de nombrar las cosas por su nombre. ¿Qué sentido tiene una organización internacional que no puede impedir la matanza sistemática de un pueblo entero?

Los medios también juegan su parte. Titulan “incursión” donde deberían decir “masacre”. Hablan de “respuesta” cuando se trata de agresión desproporcionada. Ocultan, tergiversan, manipulan. La opinión pública global está atrapada entre el silencio, el miedo y la desinformación.

Argentina debería ser otra cosa. Tiene historia. Tiene memoria. Sabe de dictaduras, de desaparecidos, de terrorismo de Estado. Supo construir —con esfuerzo y dolor— una política de derechos humanos que era ejemplo en el mundo. Pero hoy todo eso se desvanece. El país que gritaba “Nunca Más” recibe a Netanyahu con honores. El país que juzgó a sus genocidas ahora aplaude a uno extranjero. El país que marchaba cada 24 de marzo con pañuelos blancos ahora está paralizado, confundido, dividido, anestesiado por una presidencia que se burla de todo eso.

¿Dónde están los organismos de derechos humanos? ¿Dónde están los sindicatos? ¿Dónde están los partidos que aún conservan algo de dignidad? ¿Dónde está la sociedad civil? No hay que aceptar esto como una anécdota diplomática. Es una señal alarmante del rumbo que está tomando como nación.

Javier Milei no es simplemente un presidente con ideas polémicas. Es un peligro real. Ha instaurado un discurso de odio sistemático desde el poder. Habla de “nidos de ratas” para referirse a organismos de derechos humanos, ataca a periodistas, persigue a sindicatos, insulta a la ciencia, desprecia a los pobres. Construye enemigos imaginarios y promueve la violencia simbólica y real.

Su alianza con Netanyahu no es solo ideológica: es estética. Ambos necesitan del odio para gobernar. Ambos construyen su poder sobre la base de la deshumanización del otro. En uno, es el palestino; en el otro, es el pobre, el militante, el trabajador. El mecanismo es el mismo: anular al otro como sujeto de derechos para justificar cualquier aberración.

 

La política exterior argentina ha sido, históricamente, un espacio de consensos básicos: respeto al derecho internacional, compromiso con los derechos humanos, solidaridad con los pueblos oprimidos. Pero eso terminó. Milei ha convertido la Cancillería en un apéndice de sus delirios místicos. Se pelea con países hermanos, aplaude a dictaduras si son “aliadas”, y transforma las relaciones diplomáticas en actos performáticos de sumisión.

Recibir a Netanyahu en este contexto es mucho más que un gesto político: es una declaración ideológica. Es blanquear el genocidio. Es legitimar el exterminio como política de Estado. Es decirle al mundo: “Nosotros estamos de ese lado”.

Es impresionante cómo el lenguaje se ha vuelto cómplice. Palabras como “genocidio”, “limpieza étnica”, “apartheid”, deberían estar en boca de todos. De cada periodista, de cada funcionario, de cada ciudadano con algo de humanidad. Pero no. Se esconden. Se esquivan. Se reemplazan por eufemismos: “tensión”, “conflicto”, “respuesta militar”.

El lenguaje no es inocente. Lo que no se nombra no existe. Y hoy el mundo entero parece esforzarse por no nombrar lo que está ocurriendo. Mientras tanto, los muertos se acumulan. Las familias son aniquiladas. Y Netanyahu sigue de gira.

Gaza no es un “territorio en disputa”. Es una prisión. Un campo de concentración moderno. Más de dos millones de personas atrapadas, sin derecho a moverse, sin recursos básicos, con los pasos fronterizos controlados por Israel y Egipto. Desde 2007, Gaza vive bajo un bloqueo ilegal e inhumano que convierte cada día en una lucha por sobrevivir.

La vida en Gaza es una agonía constante. No hay libertad de prensa, no hay medicinas, no hay agua potable suficiente. Las enfermedades se multiplican. Las escuelas son destruidas. Los niños crecen bajo los drones. Y cada tanto, una nueva operación militar convierte todo en ruinas otra vez.

Cuando un país del Sur Global comete una violación a los derechos humanos, Occidente se escandaliza. Embargos, sanciones, declaraciones grandilocuentes. Pero si el violador es Israel, se mira para otro lado. ¿Por qué? Porque Israel es aliado estratégico. Porque tiene peso en los organismos internacionales. Porque sabe jugar el juego diplomático.

Pero sobre todo, porque la vida de un palestino, para buena parte del mundo occidental, vale menos. Esa es la verdad incómoda que nadie quiere admitir. Hay muertos que indignan, y otros que se descartan. Hay víctimas legítimas, y otras que deben “entenderse en contexto”.

No hay lugar para la neutralidad. No se puede ser tibio ante un genocidio. No se puede justificar la matanza de civiles con excusas geopolíticas. Cada bomba que cae en Gaza es un crimen. Cada niño asesinado es una herida abierta en la conciencia del mundo.

Y en Argentina, cada gesto de Milei hacia Netanyahu es una traición. A su historia, a su memoria, a sus muertos, a su dignidad. No hay excusa. No hay relato. No hay ideología que justifique abrazar al genocidio.

La sociedad argentina debe despertar. Urgente. Esto no es simplemente un mal gobierno. Es una regresión moral, política y cultural de dimensiones históricas. La naturalización del horror, la adoración del poder violento, la destrucción del sentido común.

Milei no es solo un excéntrico. Es un presidente que está llevando a la Argentina al borde del abismo, no solo económico, sino ético. Si hoy recibe a Netanyahu con honores, mañana lo hará con otros. Con dictadores, con torturadores, con asesinos. Porque el que legitima a uno, los legitima a todos.