Por Nahuel Canteros

Hace algunos días se dio a conocer un informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) de la ONU, donde el pronóstico para los próximos años revela un panorama alarmante. En principio, debido al aumento global de la temperatura producto de la emisión indiscriminada de gases de efecto invernadero.

Pero lo que se presenta ante nuestros ojos es el síntoma, ahora intentemos desentrañar las causas. En este sentido, para comprender lo que subyace a la crisis climática que atraviesa nuestro planeta es necesario observar los modelos económicos, políticos, sociales y culturales de los últimos siglos.

Desde la revolución industrial en adelante el modelo occidental se impuso en gran parte del mundo. En principio, por medio del colonialismo y la fagocitación de otras culturas, como las americanas, a las cuales se le impusieron nuevos dioses prohibiendo sus cosmovisiones ancestrales. En paralelo al trabajo de evangelización o, como dijimos antes, fagocitación, se procedió con el saqueo de recursos naturales como el oro y la plata, minerales que acabaron todos en museos y bancos de Europa. El conquistador español Hernán Cortés dijo hace tres siglos “vine por el oro, no para labrar la tierra”. Evidentemente la propuesta civilizatoria no consistió en otra cosa que en la instauración de un modelo desigual y vacío de sentido por fuera de la acumulación material. El patio de los objetos, lo llama Rodolfo Kusch (1962): “los objetos llenan en cierta manera el vacío obtenido moralmente. El automóvil, el timbre, la máquina en general, colman esa parte aparentemente vacía. Quizá por eso se convierten en el primordial objeto de vida” (p. 111).

Sin embargo, el capitalismo adoptó nuevas formas a lo largo del tiempo, producto de las transformaciones en los modelos económicos que propiciaron nuevos lazos sociales. En Sudamérica el siglo XIX es el punto de partida de los Estados Nación, por medio de la consolidación de modelos de acumulación con bases en la integración económica tanto regional como mundial. Esta “integración”, impulsada por las elites locales, no hizo otra cosa que aumentar la estratificación, con base en la negación de todo aquello que escapaba de los estándares occidentales.

Por ejemplo, en Argentina las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del siglo XX tuvieron como principal enemigo de la “nación” a los indígenas, principalmente de la Patagonia, a quienes el gobierno de Roca persiguió hasta el genocidio. Posteriormente, y con cierta paradoja, el principal enemigo del estado pasó a ser el colectivo de inmigrantes, a quienes ellos habían llamado, ya que de los barcos no descendió la mano de obra barata que el gobierno esperaba, sino un contingente de europeos con ideas marxistas y anarquistas dispuestos a luchar por sus derechos. 

A nivel global, el siglo XX vino acompañado por guerras y revoluciones que reconfiguraron el poder imperial del mundo. Hobsbawm (1999) define a este siglo como “la era de las catástrofes”, donde a pesar de la sangre derramada “siguió un período de 25 o 30 años de extraordinario crecimiento económico y transformación social, que probablemente transformó la sociedad humana más profundamente que cualquier otro período de duración similar” (p. 15).

El siglo XX se presenta para la humanidad como un trampolín que comienza con la revolución rusa, continúa con la primera y segunda guerra mundial, la guerra fría y Vietnam. Es luego de la caída del Muro de Berlín que el mundo parece quedar huérfano de otro modelo que no sea el capitalista tradicional. Casualmente, en 1987, Margaret Thatcher dijo que no existe la sociedad sino el individuo. Años antes, junto con el entonces presidente Norteamericano Ronald Reagan, promovió un nuevo modelo económico: el neoliberalismo, signado por la masificación del yo y la atenuación de la noción colectiva y comunitaria.

El siglo XXI inaugura una etapa en la que las acciones humanas ya tienen consecuencias de alcance global más severas que los siglos anteriores. Ante esta situación, los sistemas políticos no saben dar respuestas mientras los mercados usufructúan con la salud del planeta. Incluso los mismos estados fomentan técnicas de producción que son nocivas para la salud humana: cultivos agrotóxicos, desechos químicos, fracking, entre otros. Paul Preciado (2019) nos invita a pensar que la tecnología llegó a puntos tales que “hemos secuenciado nuestro propio ADN. Podemos intervenir en la estructura genética del ser vivo. Modificamos de manera intencionada los ciclos hormonales y podemos intervenir en los procesos de reproducción. Utilizamos tecnologías nucleares cuyos residuos radiactivos durarán sobre la tierra un tiempo superior al de nuestra propia especie y cuyo manejo accidental podría conducirnos al apocalipsis” (p. 252). Evidentemente el modelo de desarrollo, o mejor dicho maldesarrollo, es el motor principal del deterioro ambiental en el que estamos inmersos. Desde el descubrimiento del vapor en adelante se “designa un nuevo periodo, en el cual el humano representa una fuerza transformadora con alcance global y geológico” (Svampa y Viale, 2020, p. 24). Esto quiere decir que con el Antropoceno se inaugura una etapa donde las acciones del hombre comienzan a alterar el orden geológico del mundo.

Ahora bien, ¿existen otras realidades posibles? ¿es tan utópico seguir creyendo en un cambio de paradigma cuando el actual está llevándonos a una extinción masiva? ¿somos capaces como seres humanos de construir un presente más digno?.

Boaventura (2020) propone que debemos reemplazar la idea de utopía como un todo -comprendida de forma lineal como la historia- por la idea de muchas utopías diferentes, acordes a las distintas realidades que cohabitan en simultáneo. El sociólogo plantea que “tiene que haber una reforma fiscal para dar políticas de educación, de salud. La otra cuestión es política, necesitamos una reforma constituyente. Las constituciones que tenemos congelaron una sociedad segmentada, no solo desde un punto de vista capitalista sino también racista y sexista. Tenemos que refundar el Estado”. (PAGINA)

En pocas palabras, se trata de pensar en una sociedad distinta donde los problemas nos sirvan como proceso de aprendizaje, buscando siempre mejorar las condiciones de vida de la población. Pensando en este futuro, Boaventura (2020) comenta “quizás sea una sociedad que vuelva a los intereses de los campesinos y los indígenas del continente. Que tenga una relación más armónica con la naturaleza. El capitalismo no puede tener una relación armónica, porque el capitalismo tiene en su matriz la explotación del trabajo, la explotación de la naturaleza” (PAGINA). Evidentemente debemos reconstruir todo el andamiaje cultural, jurídico y normativo y enfocarnos en el carácter multisectorial de los problemas, a fin de no atacar el síntoma sino las causas.

Asimismo, pensando desde Latinoamérica, es necesario hacer transformaciones micro y macroeconómicas. Las primeras pueden llevarse adelante mediante la consolidación de la economía popular como alternativa al neoliberalismo, que en nuestro país ya tiene una estructura sólida gracias al trabajo de los movimientos sociales. No obstante, primero es necesario replantearnos qué consumimos y a quién se lo compramos, porque si seguimos comprándole a los grandes monopolios difícilmente podamos generar una mejor distribución de los ingresos. Si hay algo que queda claro es que el modelo patriarcal, especista, extractivista, nos está conduciendo a un colapso ecológico y humanitario.

Por su parte, las medidas macroeconómicas revisten una dificultad mayor. Para generar una economía local fuerte, primero hay que generar lazos en común con nuestros países hermanos de Latinoamérica. En pocas palabras, se trata de retomar el camino que habían iniciado Néstor Kirchner, Lula Da Silva, Hugo Chávez, Rafael Correa, Evo Morales y demás presidentes del período comprendido entre el 2000-2010. Si bien actualmente este horizonte es difuso, ya vendrá una nueva corriente latinoamericanista que barra el neoliberalismo y genere un bloque unido que pueda parase frente a las grandes hegemonías del mundo. Y sino, como alguna vez dijo San Martin, “andaremos en pelotas como nuestros paisanos los indios. Seamos libres, y lo demás no importa nada”.